Todo lo que aprendí del trauma de ponerme gafas
El capítulo en el que el oftalmólogo me demostró lo equivocado que estaba
Mi madre se preocupa mucho por la salud de mis ojos.
Y lo hace con razón: me tiro las cuarenta horas semanales de trabajo mirando pantallas y, luego, en mi preciado tiempo libre, cuando podría desconectar, sigo enganchado: escribo, hablo con mi familia y amigos, leo, veo cine —mucho cine—. Salto del ordenador al móvil, del móvil a la tele, de la tele al ebook, y vuelta a empezar.
Es cierto que entreno todos los días y que intento, como mínimo, cumplir con mis doce mil pasos diarios. Ese tiempo es libre de pantallas, pero, seamos sinceros, es un porcentaje insignificante de cada 24 horas.
Así que sí, mi madre se preocupa por mis ojos.
Me insiste mucho en que haga descansos, que mire a lo lejos, me recomienda ejercicios oculares. Y, este último año, se empezó a preocupar mucho por el glaucoma.
El silencio del glaucoma
Varias personas de mi entorno cercano han tenido glaucoma.
Yo no lo sabía, pero es una enfermedad que no presenta síntomas. Aumenta la presión en el ojo y va dañando el nervio óptico. Y lo hace en silencio. La única forma de detectarlo a tiempo es haciéndote revisiones periódicas y, si no se detecta, el resultado final es irreversible: te quedas ciego. Así, sin aviso.
Otro día hablaremos de mi hipocondría, que telita con esa caracola.
Obviamente, pedí cita con el oftalmólogo —por primera vez en mi vida—, y después de varias horas de sala de espera, gotas en los ojos, pruebas, más espera, más gotas, más pruebas y más espera, me pasaron con el doctor.
Y entonces llegó el diagnóstico. Y no, no me lo esperaba.
Un poco de historia
Sí, esta fue mi primera y única vez en el oftalmólogo. Siempre he visto muy bien, de lejos, de cerca, de todo. Y, no sé tú, pero yo prefiero ir al cine que al médico.
Es verdad que en estos últimos años empecé a ver algo peor, pero nada muy exagerado. Vaaale, confieso que en la última renovación del carnet de conducir me dijeron que pasé muy justito, y que para la próxima necesitaría gafas.
No me importó demasiado, problemas del León del futuro. Eso me dije.
Ahora, mirando atrás, sí que llevaba tiempo que ya ni intentaba leer carteles lejanos. Y, trabajando, acababa siempre como el jorobado de Notre Dame, con la nariz a quince centímetros de la pantalla porque «se me cansaba la vista».
Todo un muro de eufemismos y excusas para protegerme de una realidad: necesitaba gafas.
La realidad que me invento
Ya me había hecho spoiler la optometrista en una de las primeras pruebas. Y el doctor lo «vio» claro (¡badabamchisss!).
—Tiene astigmatismo —dijo, y luego me hizo una pregunta—: ¿Se frota mucho los ojos?
Y le fui muy sincero en mi respuesta:
—¿Yo? No, qué va. Muy poco. Casi nunca.
Y lo dije convencido, te lo juro. Alguna vez sí, claro, como cualquiera, pero nada muy exagerado. El doctor torció el gesto.
—Tu astigmatismo suele desarrollarse por frotar los ojos con frecuencia y con bastante fuerza.
Güat. De. Fac.
Primera noticia. Te puedes deformar la córnea por frotarte los ojos. Ea.
Yo seguí en mis trece, claro, que a cabezón no me gana nadie, así que el doctor pasó página. Me dijo que necesito gafas y me recetó lágrimas artificiales, que si tengo los ojos secos, que si por eso me los frotaba tanto.
Y dale con el frotar.
Así, con un sobre para la farmacia y otro para el oculista, me fui, con las pupilas más dilatadas que un hippie en Woodstock, intentando encontrar un taxi a tientas a las afueras de Oviedo.
En el taxi hice varias llamadas, muy indignado con el tema de los frotamientos. Y sí, en cada llamada, recibí la misma respuesta:
—Sí que te frotas los ojos. Un montón. Todo el rato.
Y ahí vino la primera epifanía de esta nueva caracola:
Mi realidad me la invento yo.
Sé que parece muy lógico y muy trivial, pero la idea me golpeó como una bofetada a destiempo. Todo lo que vivimos, lo que percibimos, nuestra realidad, todo ocurre en nuestra mente. Todo.
Y, si todo sucede en mi mente, ¿qué hace mi realidad más «real» que la tuya?
No lo sabía, pero esta nueva caracola tenía otras dos bofetadas más en la recámara.
Solo yo conozco la realidad que me invento
La segunda bofetada llegó en la óptica.
Insisto, era mi primera vez.
Mis ojos, virginales y astigmáticos, entraron conmigo a la óptica con una misión imposible: elegir gafas.
Qué mal lo pasé, cojones.
Había mil opciones diferentes: cuadradas, rectangulares, grandes, pequeñas, de pasta, finas, de todos los colores posibles. Y, oye, también tengo un porcentaje coqueto, así que quería que me quedaran como a Charlie Hunnam en The Gentlemen.
Probé casi todas las gafas de la óptica. Varias veces. Y pude sentir cómo la mujer que me estaba atendiendo iba perdiendo la poca paciencia que tenía. Podía escuchar sus pensamientos: «Por todas las córneas, elige de una maldita vez, pesao».
O, lo que es lo mismo: estaba escuchando los pensamientos que yo pensé que se escondían tras la mirada de esa mujer que, por supuesto, solo estaba intentando hacer su trabajo.
La realidad es que no tengo ni idea de lo que estaba pasando por su cabeza. No sé la realidad que ella se estaba inventando. Es posible que pensara en cuánto la estaba sacando de quicio. O tal vez en la lista de la compra. O quizás estuviera teniendo un mal día y solo necesitaba que terminara de una vez. No tenía forma de saberlo. Y ella no tenía forma de saber la realidad que yo me estaba inventando.
Así es como avanzamos por la vida, totalmente ciegos, totalmente ajenos a la ceguera de los demás.
Yo veo con mis gafas, tú con las tuyas
Sí, recuerdas bien, todavía queda la tercera bofetada de esta caracola.
Después de todas las horas que caben en un reloj, elegí un par de gafas; había 2x1. Tras unos días, llegaron, y la bofetada vino cuando me las puse.
Por primera vez en mi vida, estaba viendo con claridad.
Sí, todo seguía ocurriendo en mi cabeza, seguía inventándome mi propia realidad, pero, mamma mía, jamás había visto mi realidad con los trazos tan definidos. Las letras ya no se desparramaban unas sobre otras, los contornos ya no eran borrosos.
Me tiré todo el día comparando mi visión natural con mi visión mejorada. Con gafas se ve así. Sin gafas asá. Con gafas. Sin gafas. Y ahí llegó mi segunda epifanía:
Llevaba años sin ver con claridad.
Y lo que es peor: llevaba años sin ver con claridad, pensando que tenía la vista perfecta.
En mi realidad inventada, veía en 4K, en super-mega-alta calidad.
Necesité ponerme gafas para darme cuenta de lo equivocado que estaba. Ponerme gafas me permitió comparar.
Hay tantas realidades como seres vivos
Mi realidad es mía. Solo mía. La tuya, solo tuya.
Eso no las hace mejores o peores, y desde luego que no las hace más o menos «reales».
No existen las opiniones objetivas. No existen las realidades universales. No existen y, a la vez, sí que existen. Porque todas las realidades, por muy inventadas que sean, siguen siendo reales para nosotros.
Ojalá ponernos en los zapatos de los demás fuera tan fácil como ponernos sus gafas. Ojalá pudiéramos experimentar otras realidades igual que yo pude experimentar mi propia realidad con y sin gafas.
Pero no podemos.
Lo que sí podemos es recordar que nuestra realidad es solo eso: nuestra. Podemos recordar que nuestra realidad no hace menos válida la de los demás.
Quién sabe, tal vez así logremos dejar los prejuicios de lado y convivir un poco mejor.
Posdata
Sí que tenía los ojos secos, nivel Sahara, y no me di cuenta hasta que empecé a utilizar las lágrimas artificiales. Ahora noto la vista mucho menos cansada, y mi postura al ordenador ya no es la de un pobre huérfano oculto en una catedral gótica de París.
En cuanto a las gafas, bueno, no me quedan como a Charlie Hunnam, pero no están mal; dame tiempo, quizá lo consiga con las siguientes que me compre.
Mis compañeros de Escuela de Imaginadores dicen que las de pasta son mis gafas de escritor. Tal vez tengan razón y sean parte de mi traje de escritor, como una máscara o una capa de superhéroe. No lo sé. Lo que sí sé es que este artículo lo he escrito con ellas.
Supongo que lo que importa es la historia que me cuente a mí mismo, la realidad que me invente.
Sí, me gusta: soy escritor, y estas son mis gafas.
Ah, y al final, la presión en mis ojos estaba perfecta. Pero, no te preocupes, Mamá, que te haré caso con lo de las revisiones anuales. Con el glaucoma no se juega.
Me ha encantado leerte… siempre he pensado que nos vemos mucho mejor que somos! Y cómo no va a ser así, si hasta ponernos gafas nos supone un trabajo interior tremendo!
Estás muy guapo, porque lo eres: te sienta a la perfección tu nuevo look.
Yo también pasé un pequeño duelo cuando me dijeron que sí que necesitaba gafas! Porque de manera parecida fue una desagradable sorpresa para mí…yo solo buscaba unas gafas de filtro de luz azul y zas 😅😂 Ahora me río pero en el momento lo pase mal con no haberme dado cuenta por mi misma de que necesitaba llevarlas.
Lo mejor es que solo necesito graduación en un ojo así que puedo usar un monóculo 🧐 cuando me quiera sentir especial 🤣🤣
Por cierto, re quedan genial (mis favoritas las de montura fina 😍)