Finales y principios
El capítulo en el que me di de bruces con un sueño olvidado
Las últimas veces son tan traicioneras.
Y es que juegan muy bien al escondite, haciendo que nos sea imposible identificarlas antes de que ocurran. Todos nuestros momentos pueden ser últimos: el mensaje de buenas noches que me envió mi madre hace casi una hora, este café que me estoy tomando, el abrazo que solté con demasiada prisa. Y si mis momentos pudieran sujetarme de los hombros y zarandearme, gritándome que espabile, que ya no volverán a pasar, que más me vale saborearlos, tal vez así me aferraría unos segundos más en ese abrazo, posponiendo las prisas, o cerraría los ojos con cada sorbo de mi café, porque todo es mucho más intenso con los ojos cerrados, o me dejaría de excusas y llamaría a mi madre solo para decirle cuánto la quiero.
Pero no, nuestros momentos no nos avisan.
Siempre podemos hacer apuestas —y las hacemos—, tan ciegos como estamos, en intentos vanos por controlar lo incontrolable. Por ejemplo, ahora mismo apostaría a que esta es la última caracola que escribiré sentado en el Analog Coffee de Vancouver. Obviamente, no puedo saberlo. Puede que la vida me sorprenda con un futuro en el que yo vuelva a pasear por Yaletown, en el que Analog siga abierto y en el que yo siga escribiéndote estas caracolas. Si todo eso llega a ocurrir, me habré equivocado, pero ahora mismo la sensación que tengo, mientras aporreo las teclas y me aguanto las lágrimas, es de última vez.
Levanto la vista y Suely me sonríe desde el otro lado de la barra. Tiene la jarra metálica sujeta entre las manos, con el burbujeo de la leche susurrando. Me pregunta que qué tal y yo, después de tantos cafés que me ha preparado durante estos dos años, después de todas las charlas filosóficas y de todos los consejos para su viaje por Europa, me niego a mentirle con un «muy bien» de los de por defecto. Se merece más, se lo ha ganado. Así que le digo que triste, que es la verdad, pero que también es la única palabra que logro empujar entre los recovecos del nudo que me crece en la garganta.
Y, en realidad, no quiero evitarlo. El nudo. La tristeza. Las lágrimas.
La leche chilla y Suely, que me ha dedicado un suspiro lleno de «es lo que hay», se acerca la taza a la cara y se concentra en dibujar con la espuma en el café. Suena Dreams, de Fleetwood Mac. Dejo que la vista se me pasee por la cafetería, que se llena tanto los sábados a estas horas del medio día, algunas caras más conocidas que otras, y pienso en toda la gente con la que he compartido charlas, miradas, sonrisas. Una llovizna de gratitud me deshace el nudo de la garganta, y la tristeza me pesa menos así.
Porque sí, Analog huele a hogar, sabe a historias y tiene el tacto de la gente mágica que me he cruzado aquí. Gente como Max, que literalmente ha aparecido de la nada para cumplir uno de mis sueños de infancia. Un sueño que olvidé.
El tema es que da igual cuánto nos empeñemos en olvidarlos, nuestros sueños más enraizados siempre seguirán intentando brotar.
Flechazo
No recuerdo la primera vez que me senté delante de un ajedrez.
Mi madre me cuenta que fue a los cuatro, tal vez cinco años, y que fue mi abuela paterna la que me enseñó cómo se movían aquellas piezas que tanto me habían llamado la atención. Sí que recuerdo jugar con ella y con mi hermano, pero sin ningún objetivo más allá de pasarlo bien juntos.
Poco después apareció Álvaro, un amigo de Puerto de Sagunto —cerca de Valencia— al que íbamos a visitar al menos una vez al año. Era tan especial ir a verlo a él y a sus padres, siempre tratándonos como si fuésemos de la realeza, llenándonos los días de paellas caseras, horchata y fartons. Su madre hacía unas meninas de cerámica que me fascinaban, y fue su padre el primero que me dijo que estaba seguro de que me encantarían los Beatles. Con Álvaro íbamos al cine, jugábamos al Metal Gear Solid en la Play 2 y salíamos a dar paseos.
Y también jugábamos al ajedrez. Aunque bueno, decir que «jugábamos» no es del todo cierto. En realidad, Álvaro nos machacaba, ganándonos las partidas siempre en menos de quince movimientos. Para ser justos, estaba apuntado a un club de ajedrez y competía y todo, pero eso no lo hacía menos frustrante. Nos machacaba en un tablero de ajedrez precioso —como todo lo que había en aquella casa— que tenían en el salón como la obra de arte que era.
Recuerdo, con una claridad que me asusta, mirar aquel tablero, con todas sus piezas en su sitio, expectantes, esperando la siguiente partida. Lo miré y me prometí que aprendería a jugar bien para apuntarme a un torneo; bueno, para eso y para destruir a Álvaro. También me prometí que, cuando tuviera una casa, me compraría un ajedrez tan bonito como aquel y lo pondría en mi salón.
Ese fue el primer intento de eclosión de mi sueño, a partir de la semilla que me plantó mi abuela.
También fue mi primer intento de olvido.
Toma dos
Los años volaron, llenos de estudios, de deberes, de extraescolares, también de diversión, de libros, de amigos. Y, por supuesto, llenos de todo lo que no nos da tiempo.
No estuve parado, que para eso soy un culo inquieto, pero es cierto que no prioricé en ningún momento mi sueño de competir en un torneo de ajedrez. Recuerdo ver ajedreces bonitos en escaparates aquí y allá, y pensar en ese que soñaba con adquirir para mi casa que nunca llegué a comprar, pero fueron solo estrellas fugaces.
Hasta que llegó enero 2021, que nos golpeó con Filomena. Madrid se vistió de blanco y, con las calles congeladas, la recomendación era salir cuanto menos, mejor. A los casos de COVID-19 se unieron los casos de caderas rotas por resbalones. Ese fue el escenario en el que Aida y yo nos pusimos el primer capítulo de Gambito de dama. Llevábamos un par de meses posponiendo empezarla, con algo de miedo de que nos fuera a decepcionar, así, con tanta gente recomendándonosla.
Pero no solo no nos decepcionó, sino que nos la tragamos entera de una sentada. No voy a entrar en lo maravillosa que es esa serie, que no es lo que te quiero contar hoy. Solo te diré que si no la has visto todavía, no sé a qué estás esperando.
Según la terminamos, sin saber muy bien cómo, me puse a buscar mi ajedrez. Y lo encontré. Y lo compré; como para no enamorarme de un ajedrez de madera de olivo.
Cuando llegó, Aida y yo jugamos varias partidas, pero se quedó en un nuevo intento de brote. No me planteé apuntarme a clases y ni me acordé de mi sueño olvidado del torneo. Luego vino la mudanza a Vancouver y mi precioso ajedrez de olivo acabó en una caja de plástico en el sótano de mi madre.
Y ahí espera, paciente.
Destino y casualidad
No volví a pensar en nada relacionado con el ajedrez en los dos años que he vivido en Vancouver.
Hasta hace tres semanas.
Estaba entrenando en el gimnasio, con los auriculares puestos, sin música, cancelación de ruido activa. Las mancuernas cayendo, los gruñidos, la música, todo quedó relegado a un segundo plano. Y ahí, recuperando mi aliento entre series, me brotó un pensamiento:
Quiero apuntarme a clases de ajedrez.
Fue un pensamiento aleatorio en apariencia, pero tan sólido como un árbol milenario de raíces profundas. Un pensamiento que apareció y, tal como llegó, se esfumó.
Dos semanas después, estaba aquí, en el Analog, con mi café humeando, muy concentrado escribiéndote una nueva caracola, cuando levanté la vista. En la mesa de al lado, dos chicos jugaban al ajedrez en uno de esos tableros plegables de viaje.
No me lo podía creer. Dos años viniendo todas las semanas a esta cafetería, pasando incontables horas aquí, y no vi ni una sola vez a nadie jugando al ajedrez, ni siquiera en el móvil. Ni una sola vez. Y ahí estaban, unos días después de mi pensamiento en el gimnasio. Esperé a que terminaran la partida y, cuando se levantaron, les dije que me quería apuntar a clases de ajedrez, y les pregunté si tenían algún consejo que pudieran darme. Uno de ellos señaló al otro y dijo:
—Este es tu hombre.
Así fue como conocí a Max.
A la tercera
Max lleva jugando al ajedrez desde los ocho años.
Me dijo que justo había creado su club, Chesspresso, con la idea es enseñar ajedrez a todas las edades y niveles, apoyando a cafeterías locales de Vancouver. También me dijo que podía ayudarme con mis objetivos, fueran los que fueran. En nuestra primera clase, Max me estaba esperando en Small Victory Bakery, con el ajedrez ya preparado en el centro de la mesa. Me senté con esa ilusión tan de antes de rasgar papel de regalo.
—¿Qué quieres conseguir? —me preguntó.
Y la respuesta me salió como un torrente incontrolable: quiero competir en un torneo en 2026. Él sonrió y asintió, como si esa fuera la respuesta que deseaba escuchar. Y empezamos la clase.
Sé que puede parecer que Max y yo nos hemos cruzado tarde en el camino, justo ahora que me voy de Vancouver. El puto timing y su mala leche. Pero no, Max ha aparecido justo cuando yo me he sentido preparado para perseguir este sueño de infancia. Estoy tan preparado que no hay nada que se vaya a interponer; Max se asegurará de ello cuando me flaqueen las fuerzas y las excusas me pongan en jaque. Daremos las clases por Zoom, una vez por semana, y me retará en partidas online en Chess.com. Si tú también juegas, mi usuario es laionzion. Agrégame y juguemos, que necesito practicar.
Así que sí, tal vez esta sea la última vez que te escriba una caracola desde mi queridísimo Analog, pero este final también es el inicio de mi carrera como ajedrecista. Y es que cada final marca un nuevo inicio y sin inicios no habría finales.
Levanto la vista de nuevo y me sale una sonrisa algo lacrimosa, pero sonrisa al fin y al cabo. Es un final, sí, pero estoy presente, saboreándolo como se merece.
Ya he movido ficha. Te toca, Universo.
Posdata
Hay tanto que no logramos entender hasta que no nos permitimos parar para mirar atrás.
Y hoy, escribiéndote esta caracola, me he dado cuenta de algo que jamás había pensado: mi abuela no solo me enseñó a mover las piezas del ajedrez, también fue la que me presentó a Álvaro, que era muy amiga de sus padres.
Y ahora no puedo dejar de pensarlo: todo este sueño de participar en un torneo de ajedrez se lo debo entero a ella.
Así que gracias, abuela.
Va por ti.







Muy buena caracola.
Hablando de abuelas y de ajedreces…te recomiendo un libro que me regalo mi abuela: El ocho, de Catherine neville.
Bonita caracola, bonitas reflexiones como siempre que te dejan el rucurucu en la cabeza resonando