El peso de los abrazos que no doy
El capítulo en el que se torció todo lo que planifiqué para mi viaje más esperado del año
Esta caracola te la escribo desde España.
En concreto, estoy tecleando en el tren, camino a Oviedo, dejándome acunar por el traqueteo de las vías, mientras observo Castilla, ancha como es, a los 300 km/h del AVE, una velocidad que se queda lenta al compararla con la que está cogiendo la vida últimamente. Miro por la ventana y los campos, infinitos, llegan y se van en menos de un parpadeo. Es junio, hay ola de calor, y algo, no sé muy bien qué, no me encaja.
Como tantas cosas últimamente.
Pienso también en el motivo de este viaje, en por qué estoy en este tren y no paseando por Vancouver o tumbado en una playa de Hawaii. Pienso en todos mis planes, con sus correspondientes expectativas, que de alguna manera tatué hace un año en mi calendario y en mi pecho. Un año. Pienso en cómo se han torcido todos esos planes —que se dice rápido: todos— y en cómo me hace sentir verlos así, desperdigados por el suelo de mi esperanza, hechos añicos.
Por la ventana, Castilla sigue pasando con prisa y sin pausa, en un desfile de árboles desperdigados, alguna estación de servicio apartada, de esas olvidadas por las autopistas, y planicies de este amarillo tan castellano, con brochazos de marrón oscuro aquí y pegotes ocres allá.
Y algo sigue sin encajar.
Tardo demasiado en verlo: es el verde. Castilla está verde, un verde intenso, que gana al resto de colores, que se expande y ramifica, alejándose de las vías del tren, perdiéndose en el horizonte.
He hecho este trayecto tantas veces que se me mezclan unos viajes con otros, los recuerdos amasados en una bola de plastilina de todos los colores, pero rebusco igualmente, hurgo, intento separarlos, y no logro encontrar en mi memoria ninguna imagen tan verde de la Castilla de mis antepasados.
Lo que habrá llovido para que esté así.
Lo que está lloviendo para que yo esté así, para que esta riada se haya llevado por delante todo lo que le daba sentido a mi viaje.
Qué hago aquí, me pregunto, huyendo de la tormenta cuando, en realidad, las nubes y la lluvia las llevo dentro.
¿Qué narices hago en este tren a ninguna parte?
El plan
El año pasado me hice una promesa.
Fue durante la fiesta de fin de curso de mi queridísima Escuela de Imaginadores, donde cada jueves me conecto a mi clase de escritura creativa. Y digo «me conecto» porque, con esto de vivir en Vancouver, me toca asistir por videoconferencia, pero también porque, durante las dos horas que estoy en clase, puedo notar cómo se me recargan las pilas, cómo mi vida, tan desordenada como está, recupera su sentido.
Cada año, al terminar el curso, hacemos una fiesta. Y el año pasado no pude ir.
Recuerdo estar en Trinidad con mi madre y mi tía, viendo los mensajes y las fotos que enviaban mis compañeros imaginadores, muriéndome de envidia y de ganas de estar allí con ellos. Ahí fue cuando me hice la promesa:
—El año que viene no me pierdo la fiesta.
Y otra cosa no, pero las promesas son sagradas para mí.

En cuando supe en qué fecha sería, lo planifiqué todo al milímetro: compré los billetes, pedí los días en el trabajo, reservé hoteles. Vi mi plan, y era perfecto: podría ir a una de las clases en persona —no te haces una idea de cuánto echo de menos ir en persona—, luego subiría al norte, a mi Tierrina, podría darle a mi familia y a mis amigos todos los abrazos pendientes, luego volvería a Madrid, asistiría a la presentación de la nueva antología imaginadora y —redoble de tambores, por favor— a la fiesta.
Como puedes ver, tenía todo planificado, no dejé nada al azar. ¿Cómo iba a dejar algo al azar en un viaje tan importante como este?
Lo que ocurre con el azar es que sabe algo que yo siempre olvido:
Tener un plan no asegura nada.
La primera bofetada del azar
Quedaban un par de semanas para mi viaje.
Y normalmente no preparo la lista de lo que me voy a llevar hasta dos días antes, pero estaba tan nervioso que ya estaba añadiendo cosas dos semanas antes: la ropa, los dispositivos, los regalos..., como si haciendo la lista pudiera acelerar el calendario hasta la fecha del vuelo.
Eso es lo que estaba haciendo cuando recibí el mensaje de mi profesor, preguntándome si ya había sacado los billetes.
No necesité leer más para saber lo que estaba pasando.
Por motivos ajenos que nadie podría haber controlado, la fiesta fin de curso se pospuso una semana. Sería tres días después de mi vuelo de vuelta a Vancouver.
Tres putos días.
Por supuesto, me puse manos a la obra para intentar resolverlo; no soy de tirar la toalla. Miré para cambiar le vuelo de vuelta. No podía. Busqué un nuevo vuelo. El precio por las nubes. Podría pagarlo, venga, lo pago, es una locura, pero lo pago. Pero entonces recordé que ya había pedido los días en el trabajo.
Ahí fue cuando agaché la cabeza y entendí que, un año más, iba a perderme la fiesta.
Ojalá pudiera decirte que esa fue la «única» hostia con la mano abierta que tenía preparada el azar.
Lo que no sabía era que el viaje ya se me había torcido mucho antes.
2x1 en bofetadas
Ya te conté en esta caracola que la última semana de mayo estuve en Nueva York.
Allí me encontré con unos amigos argentinos que hacía un montón que no veía, así que, de nuevo, metí todos nuestros abrazos pendientes en la mochila y me planté en la Gran Manzana.
Fue increíble. Después de descargar los primeros abrazos en la entrada del hotel, recorrimos las calles de Manhattan, cruzamos el puente de Brooklyn, nos dejamos llevar por los paseos de Central Park.
Y entonces, casi al final de mi estancia allí, a mi amiga se le pusieron los ojos como tomates. Pobrecita, no sabíamos lo que podría ser. El mismo día que yo volvía a Vancouver, fuimos al médico, donde le diagnosticaron una conjuntivitis bacteriana. Le recetaron unas gotas y listo.
Eso quisimos creer.
Yo les di varios abrazos que me supieron a poco y me fui.
Recuerdo despertarme en Vancouver el sábado por la mañana con una sensación de jet lag mortal, algo extrañado, que son solo tres horas de diferencia, pero, oye, que voy a cumplir cuarenta años, y si las resacas no las gestiono igual de bien que con veinte, puede que el jet lag sea parecido.
Me tiré el fin de semana dormitando en el sofá, intentando recuperar fuerzas y ganas de conectarme al trabajo el lunes. No recuperé ni las fuerzas ni las ganas. Y trabajé toda la semana sintiendo que la cama y el sofá eran los únicos lugares en los que sería feliz. Me planteé hasta qué punto no estaba teniendo una depresión postvacacional de mastodonte.
Y llegó el domingo, con un sol increíble. Salí a pasear, leí en un banco, vi los barquitos navegar, y me fui a dormir sintiéndome bien por primera vez desde que el avión de Nueva York me arrancó de los brazos de mis amigos.
Cuando desperté el lunes, no era capaz de abrir el ojo derecho. Me asusté mucho, y me asusté mucho más cuando me vi en el espejo del baño: tenía los párpados hinchadísimos, completamente pegados con una sustancia blanquecina que no tenía ni idea de dónde había salido —inserte aquí su chiste de bukkakes—. Jamás me había visto el ojo así, tan rojo, con los párpados tan como Rocky después de la pelea, intentando localizar a Adrian entre todo el sudor y toda la sangre.
Pensé que igual se me curaría solo, pero llegó el jueves y estaba peor. Mucho peor. Me fui a Urgencias y me dijeron que era conjuntivitis bacteriana. Antibióticos y en unos pocos días como nuevo.
Lo que no vio el médico que me atendió es que, en realidad, era un virus. Llegó el viaje a Madrid, y me lo tragué con el ojo peor que nunca, intentado paliar los dolores a base de ibuprofeno y de gotas. Un suplicio.
Llegué a Madrid más de quince horas después. Lo primero que hice: ir a la farmacia. Y fue el farmacéutico el que me hizo el diagnóstico correcto.
Y acertó. Me dijo que tuviera mucho cuidado, que era supercontagiosa, y salí de la farmacia con un arsenal de toallitas oftálmicas estériles, gotas y litros de gel hidroalcohólico.
El miércoles seguía igual, así que mi madre —que ya sabes que se preocupa mucho por la salud de mis ojos— me dijo que hiciera el favor de ir al oftalmólogo. Allí me confirmaron lo que ya me había adelantado el farmacéutico.
Te seré sincero: me derrumbé.
No solo no iba a poder asistir a la fiesta fin de curso.
Tampoco podría dar todos mis abrazos pendientes.
El lado bueno de las cosas
Sé que empecé esta caracola algo pesimista. Y sé muy bien que todo tiene un lado bueno, aunque ahora mismo me esté costando mucho verlo —guiño, guiño—.
Intentaré hacer un esfuerzo.
Lo primero que se me viene a la mente es que, gracias a que estoy en España, pude ir a un oftalmólogo de calidad, donde me atendieron de lujo y me recetaron —por fin— las gotas correctas. Ya noté alivio en cuanto me puse la primera. La noche del jueves al viernes, a pesar de todos los abrazos que no pude dar, dormí como no dormía desde Nueva York.
Y sí, todos mis planes se torcieron, pero es cierto que estoy pasando tiempo de calidad con mi gente. Tenerlos cerca sin poder abrazarlos duele, me desgarra por dentro, pero los tengo cerca. No están a miles de kilómetros. No están en ese huso a nueve horas en el futuro. Están aquí, al alcance de mi mano.
Eso es suficiente.

Miro de nuevo por la ventana del tren, y ya no puedo no ver el verde campando a sus anchas. Y vuelvo a pensar en las lluvias que han pintado este paisaje.
Y pienso en mis lluvias, las que siento que todavía repiquetean contra mis ventanas, las que han arrasado todos mis planes.
Y, no sé cómo, me sale una sonrisa que me ordeña un par de lágrimas del ojo virulento. Una sonrisa que me separa las nubes.
Pienso en lo verde que voy a estar cuando pasen mis tormentas.
Y sí, sonrío. Como para no sonreír.
Posdata
Me encanta abrazar.
Siempre he sentido algo especial cuando me pierdo en un abrazo, como si nada malo pudiera ocurrir.
Hace tiempo una amiga dijo:
—Nadie da los abrazos como León.
Y me pareció uno de los piropos más especiales que me han regalado en toda mi vida.
Fue mi amiga Rocío la que me habló de Amma —que significa «madre» en sánscrito—, una gurú de la India que va por el mundo abrazando a gente, entre otros muchos proyectos solidarios.
A sus 71 años, ha abrazado a más de cuarenta millones de personas.
Y, no sé muy bien por qué, pero leer sobre ella, conocer su historia, saber que recorre el mundo abrazando, todo me ha hecho sentir más comprendido y menos solo. Como si el vacío que estoy sintiendo en este viaje tuviera, por fin, explicación.
Gracias, Rocío. Apúntate un abrazo más a todos los que tenemos pendientes.
Que mala pata Amigo. Los argentinos volvieron pachucho.
Abrazo.