Tengo tendencia a estancarme.
Me ocurre de pronto, como si el río que soy se encontrara con un accidente geográfico inesperado, uno de esos imposibles de sortear. En esos momentos me bloqueo, se me pausa la vida, y me quedo ahí, a remojo en todas las razones por las que debería tirar la toalla, que no son pocas, y el hedor a fracaso no tarda en volverse insoportable.
El tiempo que me paso macerando en ese potingue autodestructivo es directamente proporcional al tamaño del sueño que esté persiguiendo en ese momento. Porque sí, soy un soñador incorregible que siempre tiene alguna odisea loca en la recámara. En ocasiones, mis sueños son más asequibles, como escribir un corto, grabarlo con mi hermano y subirlo a Youtube. Otras veces, el sueño que me echo a la espalda es un menhir de los de Obélix, como llegar a vivir de lo que escribo, con la desventaja de no haber caído en la marmita de la poción mágica. Mi sueño, que me parece asequible en mi infinita ignorancia, acaba aplastándome.
¿La buena noticia?
Que hace tiempo encontré mi poción mágica para levantar mis menhires.
Esos bloqueos recurrentes
El camino está lleno de piedras, así que tropezar es normal. De hecho, tropezar es muy probable, mucho más que coger un catarro o enamorarte, pero crecemos con la idea de que tropezar es de perdedores. Y ya ni te cuento si es con la misma piedra varias veces. Ya te vale, León, que no aprendes, parece mentira. Así que, además del dolor y la vergüenza del tropiezo, toca añadirle el extra de culpabilidad, como si al plato le faltara sabor.
¿Sabes cuántas novelas empecé y abandoné?
Cinco.
Y sí, ya lo sé, no son tantas, pero, citando a Jarabe de Palo: depende. Cinco son menos que siete, pero también más que tres. Son cinco veces tropezando con la misma piedra, siempre igual: me brota una idea, me emociono, empiezo a desarrollarla, fluyendo como fluyo cuando no tengo nada que perder, doy con un obstáculo, me bloqueo y abandono, fustigándome con el fervor del miembro más leal de la secta.
Si ya llevas tiempo en esta tribu de cangrejos ermitaños, sabes el spoiler: mi novela, La memoria de las cicatrices, está terminada y publicada.
Lo que no sabes es que casi la abandono en más ocasiones que las que jamás te admitiré.
Cuando continuar parece imposible
Nunca olvidaré el peor bloqueo que tuve con mi novela.
Llevaba más de la mitad ya escrita, y llegué a un punto en el que necesitaba trasladar a mis personajes de un lugar a otro, y, por supuesto, tenía que ser plausible o el castillo de naipes que era mi novela se derrumbaría, dinamitando cuatro años de mi tiempo libre dedicados a esa historia.
Se me ocurrieron varias ideas. Todas eran una porquería.
Esa etapa fue igual de frustrante que tratar de explicarle qué son los derechos humanos a ese presidente con nombre de pato. Durante meses, oscilé entre la ilusión de la nueva idea que se me ocurriera y la decepción de comprender, tras escribirla, que era igual de bazofia que todas las anteriores. Después de la decepción, venía el bloqueo y, con el bloqueo, el abandono.
Este nuevo estancamiento me dolió más que ninguno anterior, convencido de que, esta vez, no lograría recuperarme.
El vértigo antes de tirar la toalla
No sé si lo sientes así, pero para mí ese instante, justo antes de abandonar un proyecto, tiene el mismo aroma que el salto antes del primer beso con esa persona de la que te has enamorado.
De hecho, ahora que te lo escribo, me doy cuenta de hasta qué punto darlo todo por amor se asemeja a dar todo lo que eres y todo lo que tienes por un proyecto. No te lo cuestionas. Estás enamorado y eso justifica lo injustificable, haces lo que te juraste que jamás harías, y lo haces con la convicción de que por esa persona sí, por supuesto que sí. Y luego, si todo encaja y te corresponde y se alinean los astros, llegarás a ese momento de cerrar los ojos, aguantar la respiración, y saltar sin saber si la piscina lleva agua. Porque el pánico a la cobra siempre está ahí, acechando. Puede salir muy mal, pero saltas igualmente, porque estar enamorado significa hacer gilipolleces arriesgarse.
Es exactamente igual con tus sueños. Debes enamorarte de tus sueños. Es la única manera de lanzarse, sin que tirar la toalla llegue a ser una opción viable.
Ese vértigo fue el que sentí el día que, agotado de que la escritura me hiciera la cobra, decidí que era hora de hacer algo diferente.
La magia de no hacer siempre lo mismo
La gran mayoría de mi novela la escribí en mi amada Buenos Aires.
Este estancamiento ocurrió allí.
Como cada tarde, había ido a desayunar con mi gran amigo Mario —pobre, todo lo que me llevas aguantado… y lo que te queda—, luego a la oficina y, finalmente, a entrenar. Cuando llegué a casa, era tarde y tenía tantas ganas de escribir como de que una flamenca me zapateara los testículos. Pero me senté frente al teclado. Y, como cada tarde en los últimos meses, borré más de lo que tecleé.
Por supuesto, para poder hacer todo esto, además de sacrificar horas de sueño, tampoco tenía tiempo para cocinar, así que cada noche me pedía comida a domicilio; en las últimas semanas, ni siquiera sentía la capacidad de elegir, así que siempre pedía el mismo poke al mismo lugar de la calle Coronel Díaz. Estaba a cinco míseros minutos caminando, pero cómo iba a perder cinco de mis preciados minutos, con lo bien que los estaba invirtiendo mirando fijamente a la nada de mi página en blanco. ¿El resultado? Siempre pedía que me lo trajeran a casa.
Ese día, tan al límite del abandono definitivo, decidí hacer algo que no había hecho nunca: me levanté, me calcé y fui a buscar mi poke al restaurante.
Todavía no tenía ni idea, pero ese pequeño cambio le salvó la vida a mi novela.
La gran diferencia entre ver y observar
No era la primera vez que entraba en aquel restaurante.
Había ido a comer allí con amigos dos, quizá tres veces. Pero sí era la primera vez que iba a recoger mi cena. Caminé hasta la barra, dije mi nombre y, cuando la camarera se giró a coger mi pedido, ahí mismo, junto a ella, estaba esperándome la solución a mi bloqueo.
Por si no has leído mi novela —ya estás tardando en comprártela—, no te diré lo que vi al otro lado de la barra. Lo que sí te diré es que necesitaba cerciorarme, así que se lo pregunté a bocajarro a la camarera, que me estaba preparando la bolsa con mi cena. De primeras, me miró asustada, deseando tener algún botón oculto bajo la barra para activar una alarma silenciosa. Por suerte, no lo tenía, y yo añadí rápido:
—Es para una novela que estoy escribiendo.
Aunque no pareció muy convencida, bajó un poco la guardia. Me respondió que tal vez. Una rápida búsqueda en móvil confirmó que era perfecto: cuadraba con la trama, con los personajes y le agregaría los toques de tensión que necesitaba para la escena.
Volví a casa saboreando cada paso que me separaba de una noche de tecleo frenético.
La solución había estado ahí todo ese tiempo, a cinco minutos caminando de mi casa. La había visto en otras ocasiones.
La diferencia es que esta vez sí que estaba prestando atención.
Se hace camino al andar
Caminar parece un acto trivial. Lo hacemos sin pensar, mientras hablamos o comemos, y nos olvidamos de que, hace no tanto, no podíamos ni ponernos de pie.
Si te paras a pensarlo, caminar requiere equilibrio, coordinación, movimiento de infinidad de músculos y huesos. Caminar es un privilegio al que no todo el mundo tiene acceso.
Y, desde hace ya unos años, caminar es mi medicina para combatir mis bloqueos. No importa lo estancado que esté, en mis paseos siempre encuentro el hueco por el que mi río logra escabullirse para volver a fluir.
Lo gracioso es que, sin excepción, se me quitan las ganas de salir a caminar cuando estoy en mis estancamientos, como si el peso de toda mi decepción me quisiera ahí, quieto, encadenado al sofá, sintiendo pena por mi mala suerte. Pobrecito yo.
No siempre logro dar ese primer paso, aunque sepa de sobra que ese paso llevará al segundo y al tercero, y que, después del paseo, la niebla se disipará. Pero muchas veces no encuentro la fuerza, y eso también está bien. Es imposible ser fuerte siempre y, no sé tú, pero yo a veces necesito rebozarme en la pocilga de mis temores. Sé que acabaré saliendo a caminar, y que mis pasos me llevarán adónde sea que tenga que llegar.
Y lo sé, caminar por caminar, sin un destino claro, da bastante miedo. Ya lo decía Bilbo en El señor de los anillos:
Es muy peligroso, Frodo, cruzar la puerta. Vas hacia el camino y si no cuidas tus pasos, no sabes hacia dónde te arrastrarán.
Pero creo que por eso mismo, por la ausencia de dirección, caminar me ayuda a salir de mis estancamientos. Sin objetivos, no hay respuestas erróneas, no puedes perderte y nunca llegarás tarde.
La próxima vez que sientas que tus sueños se van al carajo, te invito a que salgas a dar un paseo a ninguna parte. Yo haré lo mismo. Quién sabe, quizá nos crucemos en el camino, dos cangrejos perdidos, caminando para encontrarnos.
Posdata
Te estoy escribiendo esta caracola desde Nueva York.
Y ayer, más o menos a la mitad, me bloqueé, y volví a pensar qué narices estoy haciendo con mi vida, dedicando horas de mis vacaciones a escribir una newsletter gratuita. No sé si fue la semana de locos que tuve, o que estoy de doblete —casi no dormí en el vuelo—, o todos los miedos que me invaden cuando un proyecto me apasiona tanto como este. Tal vez es todo junto. El caso es que llegué a un punto en el que no lograba sacar ni media palabra más.
Con la garganta anudada, empecé a releer lo que llevaba escrito, y tardé varios párrafos en ver toda la ironía.
Me calcé y salí a caminar.
Avancé por la 54, en dirección a Broadway. Los edificios se perdían, arriba, en la noche, y la brisa me quitó las ganas de llorar. Una vagabunda, sentada en una silla plegable de camping, me sonrió y yo le devolví la sonrisa. Crucé entre la marabunta amarilla de taxis. No tardé ni dos manzanas en darme cuenta de que tenía hambre, así que mi paseo me llevó al Shake Shack de Broadway. Fui su último cliente de la noche. Volví al hotel y saboreé la hamburguesa releyendo lo que tenía escrito de esta caracola.
Antes de zamparme el último bocado, ya había encontrado mis palabras perdidas.
Por si te ayuda, para la próxima vez que te preguntes qué narices estás haciendo con tu vida escribiendo una newsletter gratuita: a mi me alegra el día leerte, me lo alegra mucho y no es que no tenga razones para estar alegre pero leerte siempre mejora el día un poquito más. En mi opinión (egoísta jjj) vale mucho la pena🩵
Gracias 🙏🏽 💚 leer esto en el momento adecuado es solo mágico , agradezco que hayas tomado esa caminata en mi ciudad favorita 🤩 por que gracias a ella, me diste un consejo que necesitaba.
Así que agradezco que lo hayas escrito.. Me quedo con: “La próxima vez que sientas que tus sueños se van al carajo, te invito a que salgas a dar un paseo a ninguna parte. Yo haré lo mismo. Quién sabe, quizá nos crucemos en el camino, dos cangrejos perdidos, caminando para encontrar”. 💛