Somos marionetas del Universo
El capítulo en el que la vida me puso contra las cuerdas y me obligó a reaccionar
Decir que «no» me produce urticaria.
Es superior a mí, no importa que sea una petición de ayuda con algún problema informático o un «venga, la última», mientras me miran con ojos de gatito de Shrek.
Sé que parece una tontería, que solo es una palabrita de nada, pero jo-der, cómo se me atraganta. Así que no la digo, y termino en situaciones en las que realmente no quiero estar, poniéndome excusas para justificar lo que sea, evitando a toda costa enfrentarme a la triste realidad: «León, tenías que haber dicho que no».
Ahora que te estoy escribiendo esto, me doy cuenta de cuánto me costó el salto a esta nueva caracola.
Corrección: cuánto me sigue costando.
El verdadero peso de las decisiones
Hay decisiones que te cambian la vida.
Algunas decisiones son fáciles, otras no tanto, pero es imposible saber el verdadero peso de una decisión hasta que impacte en nuestra vida. Y el impacto no tiene por qué ser inmediato.
En la caracola de la semana pasada te conté cómo acabé viviendo en mi preciosa Buenos Aires, pero también te dije que ese mismo año me fui un mes de voluntariado a Nepal.
Lo que no te conté es que esa decisión la tomé en un viaje en coche de Oviedo a Madrid, con una persona que acababa de conocer. Una decisión que, en aquel momento, fue muy sencilla de tomar. Ella iba conduciendo, llevábamos horas hablando, de todo, de nada, jugando con la relatividad del tiempo.
—Siempre he querido hacer un voluntariado —dije, sin venir mucho a cuento. Ni idea de por qué lo dije; supongo que influyó lo cómodo que me estaba sintiendo.
—¿En serio? Yo también —dijo ella—. Siempre me llamó la atención Nepal para eso.
—¡No te creo! ¡A mí también!
El silencio que surgió en ese instante fue uno de esos silencios que preceden a las grandes historias. Fue ella la que se lanzó a materializar lo que estábamos pensando los dos:
—¿Nos vamos de voluntariado a Nepal?
Qué fácil fue decir que sí.
No tenía ni idea de la que me esperaba.
El estruendo de las expectativas cuando se hacen añicos
Nepal vino cargado de caracolas.
Te las iré contando, pero hoy quiero centrarme en cómo me obligó a decir que «no».
El voluntariado fue en Phokara, en una ONG que escolarizaba a niños sin recursos y daba trabajo a mujeres en riesgo de exclusión social.
Hasta ahí, todo bien.
La primera alarma nos llegó todavía en España, cuando nos enviaron la factura por el alojamiento. Nos pareció raro, pero era nuestro primer voluntariado, así que tal vez era normal. Y tampoco es que fuera carísimo. Y queríamos ayudar. Y lo importante eran los niños y las mujeres.
Ilusos.
La ONG hacía una labor importante, eso es indiscutible, pero no te puedes imaginar el circo que había montado en torno a los voluntarios que íbamos con la intención de poner nuestro granito de arena. No era solo el alojamiento —había disputas entre los dueños de la ONG para hospedarnos—, también tenían una amplia oferta de actividades turísticas, desde trekkings por el Himalaya hasta saltos en parapente.
El fundador de la ONG se llamaba Ram, y tenía la planta baja de su casa preparada para alojar a voluntarios, con baño propio y todo. Ese fue nuestro hogar en Phokara. No es que fuera muy lujoso, pero era mucho más de lo que esperábamos. El dinero que pagamos incluía también comer con él y su familia; toda una experiencia que ya te contaré en otra caracola.
El voluntariado consistía en renovar el catálogo de productos manufacturados por las mujeres, además de dar formaciones de fotografía, edición de vídeo y marketing, intentando mejorar las ventas. Esas ventas impactaban directamente en la cantidad de niños que podrían escolarizar.
El edificio de la ONG era modesto, con varias oficinas, el taller donde cosían las mujeres y un almacén. Las mujeres, maravillosas, nos recibieron con amor incondicional. Estaban genuinamente agradecidas.
Ellas fueron nuestro oxígeno cuando todo lo demás falló.
Las excusas como lengua materna
Los primeros días no pudimos hacer nuestro trabajo.
Fue muy frustrante. No teníamos ni acceso al servidor de la página web, ni al almacén, ni a Ram, que siempre estaba ocupado.
Así estuvimos hasta que, una noche, durante la cena, se me ocurrió decir que sé diseñar páginas web. Te juro que pude verle el destello en la mirada.
Tenía algo que él necesitaba.
Al día siguiente, de pronto, sacó tiempo para reunirse con nosotros. Y nos dio todo lo que le pedimos, con una condición: que le montara una web para un proyecto suyo, ajeno a la ONG.
Por supuesto, tenía que haberle dicho que «no», pero tenía la excusa calentita, recién sacada del horno: así podríamos hacer nuestro trabajo. Mantuve esa excusa —con otras más patéticas— durante todas las horas que le dediqué al salir de la ONG. Nada era suficiente: «cambia este color, pon este formulario, haz un apartado para esta mierda que se me acaba de ocurrir».
Me drenó toda la energía, como un dementor nepalí.
Yo seguí alimentándome de excusas y vomitando quejas, hasta que mi madre me dijo:
—Siempre haces lo mismo. No sabes decir que «no».
Colgué el teléfono, enfadadísimo con ella.
No tardé mucho en comprender que, en realidad, estaba enfadado conmigo mismo.
El abismo entre saber lo que tienes que hacer y hacerlo
Tenía que pararle los pies a Ram. Y punto.
La teoría estaba clara, y era muy sencilla, tan sencilla como decirle «no» a alguien que no me importaba un carajo, alguien a quien no volvería a ver en cuanto me fuera de Nepal.
Fácil, ¿verdad?
Pues no te haces una idea de la ansiedad que me producía decepcionar a aquel desconocido —lo sé, lo sé, de imbécil profundo—. Tenía pesadillas, me moría de los nervios con la posibilidad de cruzármelo en la ONG, le evitaba cuando estábamos en casa. Todo por no decir «no».
Es curioso cómo la vida, a veces, se cansa de esperar y decide darte un empujoncito.
La avalancha de lo inevitable
Todo lo que nos pasa está interconectado.
Aquella semana se me estropeó la bici, y aquella mañana íbamos a hacer una ruta. Tenía un paseo de hora y media hasta donde habíamos quedado, así que madrugué y a las 06:00 estaba listo para salir.
Cuando abrí la puerta que daba a la calle, me di de bruces con Ram, ataviado con su chándal y sus deportivas. Habría pagado por verme la cara. Balbuceé la versión más polite de «¿Qué cojones haces aquí a las seis de la mañana, Ram?».
—Voy a dar mi paseo matutino —dijo, y me devolvió la pregunta. Me tragué los nervios lo mejor que pude y le conté lo de la ruta. Él sonrió—: ¡Qué bien, te acompaño!
Bien jugado, Universo. Bien jugado.
No voy a calcular las probabilidades ínfimas de que ocurriera ese encuentro. Ram estaba allí y yo me había quedado sin excusas.
Los primeros minutos intercambiamos palabras de ascensor, pero Ram no tardó en sacar las armas de destrucción masiva:
—Tenemos que seguir trabajando en mi web.
Ya no pude posponerlo más.
Le dije que estaba agotado con todo el trabajo en la ONG, y que, si quería mis servicios, tendría que pagarme. Me tembló la voz todo el rato y solo podía mirar al suelo. Y sí, ya sé que, técnicamente, eso no fue decir que «no», pero dame un respiro, que estaba al borde del infarto.
Ahí empezó un pulso legendario. Él jugó bien sus cartas: que si no tenía dinero —algo difícil de creer viendo su casa—, que si se había dejado la vida con la ONG, que si esa web era su forma de asegurarse el sustento. Casi claudico varias veces, pero, contra todo pronóstico, aguanté. Su última pregunta fue clave:
—¿Cuánto?
Esa respuesta la había ensayado: le dije la misma cifra que nos había cobrado por alojarnos en su casa. El diseño de una web cuesta muchísimo más, pero era una declaración de intenciones.
Le pareció muy caro.
Luego, me preguntó si podía pasarle lo que teníamos de la web, y dije que por supuesto. Y así, sin más, me deseó buen día y se fue. Esperé hasta que desapareció tras un recodo del camino y me puse a saltar, con los brazos en alto, a lo Rocky.

No podía creérmelo, lo había conseguido.
Había dicho «no».
Posdata
Unos días más tarde, Ram me convocó a su oficina en la ONG. Me dijo que intentó abrir la web y que no le funcionó, que igual los archivos estaban mal. Le dije que no era tan fácil como hacer doble clic en la página principal, que por eso era «tan caro». Pobrecito, se le quedó una cara…
Es cierto que mi experiencia nepalí tuvo muchos momentos difíciles, pero también tuvo tantos o más momentos mágicos. Así es la vida, supongo, esta montaña rusa, llena de altibajos, en la que no dudaría en volver a montarme infinitas veces.
Han pasado más de siete años desde ese paseo con Ram, y todavía me cuesta horrores decir que «no», pero, ahora mismo, mirando atrás, es alucinante cuánto he mejorado.
Poco a poco, voy creciendo en esa caracola.
Me encantan tus caracolas, me hacen pensar y me identifico mucho con ellas. Enhorabuena al escritor!
Ultimamente he aprendido que poner limites es como hacer ejercicio, cuesta mucho empezar pero con la práctica cada vez es un poco mas fácil y después de hacerlo te sientes mucho mejor 😘
Sin duda, esta es la caracola que más me cuesta :'( . Cuando lei este newsletterinevitablemente me vi reflejada en situaciones cotidianas. Jajaja, mi mamá también me dice que no sé decir que no, ¡y vaya que razón tiene! Lo bueno de leerte es saber que, aunque difícil, podemos hacerlo. Seguiremos avanzando en esta temible caracola.