Toda la arena que se me escapa entre los dedos
El capítulo en el que comprendí que, en realidad, sí que tenía tiempo
«No tengo tiempo».
Es horrible la cantidad de veces que he dicho esa frase, me da vergüenza admitirlo, así que no lo haré. Sí que te confieso que ha sido mi estandarte durante muchos años, una bandera que he agitado en el fervor de las batallas perdidas.
¿Que si no me sentaba a escribir? Es que no tengo tiempo. ¿Que si me daba pereza entrenar? Otro día, que hoy no tengo tiempo. Ese café pendiente, esa tarea que se me atraganta, esa llamada a mi madre. No tengo tiempo, no tengo tiempo, no tengo tiempo.
La lista es infinita. Y patética. Sobre todo patética.
Tuve que caer muy bajo para arrancarle la careta a las excusas. Muy muy bajo.
Tener un problema no es lo mismo que admitir que lo tienes
Tenía un problema muy gordo.
Ahora lo veo claro, pero, por aquella época, no me lo parecía.
El problema era de las escasas veinticuatro horas del día. La culpa era de las ocho horas de sueño, tan recomendadas por los expertos y tan imposibles de conseguir. La frustración recaía en las cuarenta horas semanales de trabajo.
Mi escasez de tiempo no era mi culpa. Yo quería completar mis proyectos, por supuesto que quería, cómo no iba a querer. Eran mis proyectos. Si yo no los completaba, ¿quién lo haría? Nadie, obvio. Pero, para completarlos, necesitaba tiempo. Y no tenía tiempo. Y no era mi culpa que no lo tuviera.
Cada día, intentaba aferrarme a la arena de mi reloj y, sin que pudiera evitarlo, se me escapaba entre los dedos. No era mi culpa.
En mi novela escribí:
La vida es arena entre los dedos.
Echar balones fuera siempre fue más fácil que mirarme al espejo, mirarme bien, de arriba abajo, y decirme: «León, tienes un problema».
Lo jodido es que admitir que el problema es nuestro duele que te cagas. Es frenar en seco y que el airbag te abofetee la cara. Es atravesar el parabrisas. Es acabar magullado en una cuneta cualquiera.
Todavía no lo sabía, pero era un adicto.
Cuando la epifanía te explota en la cara
Ya te conté en esta caracola que terminé mi 2017 mudándome a Buenos Aires.
Recuerdo llegar al apartamento que me alquiló Telefónica, en la esquina de Callao con Juncal. Pronto descubriría que ahí mismo, bajando una «cuadra» hasta Avenida Santa Fe, estaba El Ateneo, una librería espectacular que fue teatro y luego cine antes que librería. También pasaría a formar parte de mi vida Il Quotidiano, restaurante de pastas frescas y desayunos inspiradores, en la acera contraria al apartamento. Todavía no lo sabía, pero acabaría pasando muchas de mis horas —de las pocas que pensaba que tenía libres— en ambos sitios.
El apartamento era un estudio, con un 3x1 de salón-cocina-dormitorio y el baño al entrar, a la izquierda. Aquella cajita de zapatos, con un par de agujeros en la tapa, se convirtió en mi pequeño mundo durante mis primeros seis meses en Buenos Aires. Muy limpia. Muy blanca. Muy impersonal.
Esa cajita fue el escenario de mi epifanía relacionada con el tiempo.
Y, siguiendo la mala costumbre de las epifanías, me explotó en la cara. Como el airbag. Sin avisar.
Si la vida dice «basta», no queda otra que escuchar
La epifanía me abofeteó un miércoles cualquiera.
Como cada miércoles, madrugué, caminé hasta la oficina, desayuné un tostado con un café junto al Obelisco, hice más horas de las que debiera, salí tarde, con prisa para llegar a entrenar. Volví agotado a casa.
Por aquel entonces, había logrado ritmo y rutina de escritura los fines de semana —si escribes, sabes muy bien a qué me refiero—, pero por semana se me estaba atragantando.
Aquel miércoles no fue diferente.
Estaba cansado, muy cansado, y al día siguiente volvería a ser el día de la marmota. Necesitaba recuperar algo, horas de sueño, de vida, de lo que fuera. Quería escribir, quería terminar mi novela, que era mi sueño, un sueño antiguo, como un eco de otras vidas.
Pero no, ese miércoles tampoco escribí.
En vez de eso, arrebujé en un cuenco los pocos ingredientes que encontré en la mininevera, y me comí mi triste ensalada viendo un capítulo de Friends, aquel en el que Ross se compra un sofá nuevo. Tal vez te preguntes por qué recuerdo que fue ese capítulo y no otro. Sigue leyendo y te lo cuento.
Dejé el cuenco en el fregadero, me lavé los dientes, puse el móvil a cargar en la mesita de noche y me metí en la cama. Me tumbé de lado, posición fetal, almohada entre las piernas —siempre duermo así—, sábana y edredón hasta las orejas.
Estaba justo en ese momento de entrega a Morfeo, con esa sonrisa que se escapa con la promesa de las ansiadas ocho horas de sueño. Ahí, justo en ese instante, fue cuando me invadió un pensamiento:
Aquel miércoles no había entrado en Instagram.
Ese pensamiento me abrió los párpados como el artefacto del método Ludovico de La naranja mecánica.
Me encantaría decirte que me dio igual, que no me giré ni desbloqueé mi móvil, que no entré en Instagram a hacer scroll infinito y a regalar likes a diestro y siniestro.
Pero no te lo diré. No estoy aquí para mentirte.
Ahí estaba, con la pantalla brillándome en la cara sin piedad, los ojos entrecerrados, cuando lo entendí.
Tenía un problema. Uno muy gordo.
Primero, admitirlo, después, tomar acción
Darme cuenta de mi adicción a Instagram derivó, inevitablemente, en un debate interno sobre mi tiempo.
¿A qué le estaba dedicando mis horas libres?
Estaba Instagram, sí, pero también Facebook, Twitter, Tinder…
Pasaba horas y horas al día en esas aplicaciones. Y quería escribir mi novela, por supuesto que quería, cómo no iba a querer. Pero no tenía tiempo.
No tenía tiempo.
La madre que me parió.
Igual que Ross en el capítulo de Friends, estaba intentando subir mi preciado sofá por una escalera demasiado pequeña. Por supuesto que no había espacio. Yo mismo me lo estaba negando.
Todavía no entiendo cómo me costó tanto ver algo tan sencillo.
Y así fue cómo decidí dejar de utilizar todas esas aplicaciones. De un día para otro. Con esa «simple» acción aparecieron todas las horas que tanto echaba en falta.
No era que no tuviera tiempo. Era que no estaba priorizando mis horas para hacer lo que realmente quería hacer: escribir.
Es normal, esas aplicaciones son pura gratificación instantánea, y escribir cuesta, como cuesta cualquier proyecto que merezca la pena. El problema de la gratificación instantánea es que se evapora tan rápido como aparece, así que siempre necesitamos volver a por más. Y, para qué engañarnos, tiene muy buen sabor, aunque sea menos nutritivo que una hamburguesa del McDonald's. Los proyectos como una novela se cuecen a fuego lento. Requieren dedicación, foco, paciencia. La diferencia es que luego saben a gloria y nutren el alma.
Desde aquella noche en la que caí tan bajo, dejé de decir: «No tengo tiempo». Ahora digo: «No estoy priorizando bien mi tiempo».
La gran diferencia es que ya no es un problema ajeno.
Ahora depende de mí.
Posdata
Unos meses después de dejar las redes sociales, durante los cuales avancé con la novela como jamás en mi vida, ocurrió algo que me dejó claro que estaba caminando por el sendero correcto:
Me empezaron a llegar mensajes preguntándome si estaba bien. «¿Sigues vivo?», me decían.
Fue tan maravilloso como inquietante. Mi presencia en redes sociales era el cable a tierra de mi gente, de las personas que me aprecian y que se preocupan por mí. De toda esa gente que siempre «abandono» cuando se me va la pinza y me mudo al otro lado del mundo. Para ellos, ver mis fotos en Instagram era su forma de saber de mí, y que mis fotos dejaran de aparecer en sus muros virtuales fue casi como mi muerte. En su realidad, sin preaviso, su amigo había muerto.
Digo que fue maravilloso porque siempre es especial saber que hay personas que notarán tu ausencia. También digo que fue inquietante, porque hemos llegado a ese punto en nuestras vidas: hace años, si queríamos saber de alguien, descolgábamos el teléfono, llamábamos, hacíamos por vernos. Ahora, acudimos al escaparate de nuestras redes sociales.
No sé si es bueno o malo, lo dejo a tu criterio. Yo solo sé que estoy feliz con todas las horas que he reconquistado, después de tanto tiempo cautivas entre kilómetros de fotos y Reels de menos de un minuto.
Ah, y si has pensado mal con la frase de la epifanía explotándome en la cara, eres de mi tribu de cangrejos malpensados. Te acompaño en el sentimiento.
Ispirador! Llevo tiempo pensando en limitar mi tiempo en IG y creo que lo voy a materializar 😊
Tengo que tomar ejemplo 😁