El virus de la risa
El capítulo en el que una comida familiar terminó de la forma más inesperada
Hay pocas sensaciones mejores que un buen plot twist.
Estás leyendo un libro, todo va en una dirección, ya conoces a los personajes, los sientes como amigos de toda la vida, de alguna forma sabes lo que van a hacer antes de que ellos mismos lo sepan.
Y entonces, ese momento ocurre.
Te frenas. No puedes seguir leyendo. ¿Acaba de ocurrir lo que acabas de leer? Imposible. Vuelves atrás, una página, dos, relees frenándote en cada detalle, con toda la atención que no le dedicaste a la historia cuando avanzabas en piloto automático, pensando que sabías hacia dónde ibas, en la comodidad de lo predecible.
Vuelves a llegar al plot twist, que sigue ahí, tatuado como está en el papel. Confirmado. Ha ocurrido. Ha ocurrido y no te lo puedes creer. Que haya pasado lo que ha pasado. Que ese personaje, qué cojones, ese amigo tuyo de piel de papiro y tinta en las venas haya hecho lo que acaba de hacer. Cómo no lo viste venir. Cómo ha podido hacerte eso. A ti.
Y eso no es lo peor: ¿qué más puede llegar a pasar?
La respuesta a esa pregunta es: todo. Todo puede pasar.
Eso que sientes en ese instante es el vértigo de la incertidumbre. Es darte cuenta de que, en realidad, por mucho que te autoengañes, no tienes control sobre nada.
Ese vértigo te zarandea, te saca de tu zona de confort. Ese vértigo duele como duelen las verdades incómodas.
Pero ese mismo vértigo también te despierta, te incendia los sentidos, te revoluciona el motor de lo que realmente deseas.
La caracola de hoy transcurre en una comida familiar llena de todo lo que podrías esperar: charlas, risas, brindis, muchos brindis, anécdotas. Lo que ninguno de los personajes de esta historia habríamos podido imaginar es el impacto que acabaría teniendo la decisión, inocente en apariencia, de juntarnos a comer.
Es lo que tienen los buenos plot twists: que no los ves venir.
Volver
Si esta no es tu primera caracola, sabes de sobra que soy un culo inquieto. Y a mi culo le encanta moverse por el mundo y aposentarse en distintas ciudades de distintos países. Pero no importa lo lejos que me vaya, siempre acabo volviendo, aunque sea de visita, porque soy un culo inquieto, pero también soy nostálgico de narices.
Y echo de menos tan fuerte como fuerte es mi risa y mi llanto.
En cierto modo, me voy para volver, como decía mi amado Sir Terry Pratchett:
¿Para qué te marchas? Para poder volver. Para poder ver el lugar del que provienes con nuevos ojos y más colores. Y la gente también te ve distinta a ti. Volver al lugar donde empezaste no es lo mismo que no haberte ido nunca.
Terry Pratchett
Era agosto de 2016, y yo estaba de visita en Ribadeo desde Madrid. Todo lo que pasaría en 2017, el viaje a Nepal, la mudanza a Buenos Aires, todos los giros inesperados que vendrían después ya se estaban cociendo a fuego lento. En aquella época estaba en Madrid y no pensaba que me iría del lugar que ya consideraba mi hogar. Así que ese agosto estaba de vacaciones en Ribadeo, solo de vacaciones, visitando a mi familia.
Pero las turbulencias estaban ya removiéndome las entrañas. Y mi madre, conociéndome como solo una madre puede conocerte, lo sabía. Sabía que ya empezaba a necesitar un cambio.
Así que maquinó un plan infalible para ofrecerme la oportunidad de ese cambio.
Esa fue la semilla.
La comida
Había un pequeño secreto en el evento familiar que organizó mi madre.
Era tan pequeño que no merecería la pena mencionarlo, si no fuera porque fue clave para lo que terminó ocurriendo, así que te lo contaré: mi madre invitó a una pareja de amigos suyos y a su hija. Los habría invitado igualmente, pero dio la «casualidad» de que su hija estaba de visita y que estaba libre para venir a comer. Su hija, que trabajaba para Netflix.
Ese era el secreto: en el marco de la comida, mi madre quería ponerme en contacto con ella, siendo yo como soy, ingeniero de streaming de vídeo, y siendo Netflix como es, una plataforma de streaming de vídeo. Una mujer de recursos mi madre.
De la familia estábamos mi madre, mi hermano y yo, además de mi padrastro, Derek, que tenía de visita también a uno de sus hijos, su nuera y uno de sus nietos: Shade.
Shade, además de tener un nombre mágico, un humor sublime y una energía eterna, es un DJ fantástico. Ahora pincha su música en multitud de fiestas, pero en 2016 dedicaba parte de su tiempo libre a crear música con su portátil.
Pasamos unos días geniales conociéndonos, yendo a la playa, disfrutando de sobremesas sin mirar el reloj.
Y el día de la famosa comida no fue una excepción.
La frase
Ahí estábamos, familia y amigos, con una ligera intención oculta de intercambiar contactos para, quizás, entablar futuras conversaciones laborales. Quizás.
No te voy a engañar: hubo vino. Y sidra achampanada. Y, tal vez, solo tal vez, chupitos de ron y de crema de orujo, a gusto del consumidor. Vamos, que estábamos achispados, riéndonos de todas las anécdotas que sobrevolaban los platos con restos de comida.
Fue entonces cuando Derek, que estaba en pleno momento de humor inglés digno de Monty Python, nos contó su experiencia al llegar a Galicia en los años 90, enamorado como estaba de la zona, de su verde intenso, de la arena blanca de sus playas, de su gastronomía. Y de sus gentes, muy amables, tanto que pasaban por su casa continuamente ofreciéndole patacas y cebolas —patatas y cebollas en gallego—, con el sobrante de las cosechas.
Claro que Derek, contando la anécdota, chupito en mano, con su peculiar acento inglés hablando castellano y su relación complicada con el gallego, lo que nos dijo fue que sus vecinos del pueblo llamaban a su puerta diciendo:
—¿Alguien quiere más patacas y cebolos?
Todos los presentes lloramos de la risa, algunos golpeando la mesa, otros sujetándonos la centrifugadora del estómago. Y claro, Derek se vino arriba. Salió del salón y volvió con una malla de patatas en una mano y con una ristra de cebollas en la otra, moviéndolas arriba y abajo y repitiendo una y otra vez su «¿Alguien quiere más patacas y celobos?».
Estaba siendo legendario y, por supuesto, había que inmortalizarlo de alguna manera. Lo único que se me ocurrió fue acercarme hasta aquel chalado inglés y pedirle que repitiera la frase una última vez para grabarla con el móvil.
Pobre Derek, no sabía dónde se estaba metiendo cuando me dejó grabarlo.
La mecha
No sé cuántas veces escuchamos la grabación, pero fueron las suficientes para que Shade, mi hermano y yo nos miráramos, los tres con el germen de una idea.
Todo ocurrió demasiado rápido: Shade con el portátil de mi hermano sobre las rodillas, que ya tenía la grabación con la frase de Derek. En menos de media hora, teníamos una canción.
Pero no nos bastó con eso.
Esta vez, la mirada fue entre mi hermano y yo, y antes de que nos diéramos cuenta, estábamos cámara en mano, pidiendo extras entre los comensales, dando órdenes y preparando encuadres.
Dos, tal vez tres horas más tarde, teníamos el videoclip. Este videoclip:
Por supuesto, lo subimos a Youtube y se lo enviamos a todos los asistentes a la comida. Risas aseguradas.
Y claro, yo ya me había olvidado de que una de ellas era empleada de Netflix. Una mujer que estaba en temas de marketing para el gigante del streaming.
Una mujer que conocía a un periodista de La Voz de Galicia.
La explosión
Yo estaba en un cumpleaños en Asturias el día que el vídeo se volvió viral.
Después de verlo, los de La Voz de Galicia se apresuraron en hacerle una entrevista a Derek y a mi hermano, sugiriendo que Patacas y cebolos podría ser la canción del verano. Después de esa, vinieron más, los periódicos gallegos hambrientos de clics. Podría haberse quedado ahí, que como plot twist ya estuvo bien.
Pero no.
No tardó en llegar una llamada. Era de la televisión gallega, de Land Rober, un programa de humor gallego que no conocíamos ninguno —en casa la televisión siempre está con la CNN—. Querían entrevistar a Derek y a mi hermano, así que allí fueron con mi madre. Yo me lo perdí, que estaba trabajando en Madrid, pero el programa lo vi desde la oficina; ventajas de trabajar en la televisión de Movistar.
Fue un momento épico.
Hoy el vídeo acumula más de cien mil reproducciones, que sé que para un youtuber profesional es calderilla, pero para nosotros es algo inaudito. Es verdad que nuestro momento viral no nos sacó de pobres o nos cambió la vida, pero fue un momento especial, un ejemplo de lo que somos capaces con buen humor y unos cuantos cachivaches electrónicos. Es un recuerdo de que, en realidad, todo es posible si lo que haces lo sacas del corazón, sin filtros, sin esconderte. Sin miedo.
Y luego están las carcajadas que nos llevamos cada vez que sale la anécdota de aquella vez que nos juntamos a comer. Esas carcajadas no nos las quita nadie. Son nuestras. Y saben a gloria.
La vida y sus sorpresas.
Posdata
Un año más tarde, mi madre trajo a mi abuela, de noventa y dos años, desde Trinidad y Tobago a Ribadeo. Casi nada.
Fue duro para ella vivir el primer invierno de su vida tan anciana, y el viaje fue toda una aventura, que con sus pérdidas de memoria a corto plazo se olvidaba cada poco de que estaba en un avión, cruzando el Atlántico.
Pero lo logró.
Tuvimos que pasar por varios papeleos y gestiones burocráticas, pero hubo una gestión en particular que me marcó: era necesario que una trabajadora social viniera a casa de Derek a analizar si el espacio era adecuado para una anciana de la edad de mi abuela.
No es que sea difícil llegar a la casa, pero tampoco es que esté muy bien señalizado. Se lo expliqué por teléfono y debí de hacerlo bien, porque llegó al poco rato. Hizo su inspección, preguntó, respondí. Todo el proceso duró menos de quince minutos.
Cuando terminó, la acompañé hasta su coche. Le pregunté si le había costado encontrar la casa, una pregunta de ascensor, casi retórica, un relleno para los pocos metros que nos separaban de su vehículo.
—No, fue bastante fácil —respondió, y luego, sentándose al volante, añadió—: aunque habría sido más fácil si me hubieras dicho que era la casa de Patacas y cebolos.
Y así, sin más, me sonrió antes de conducir camino abajo. Yo me quedé ahí de pie, anonadado, observando cómo se alejaba.
Si es que me encantan los plot twists.
Además de ingleses locamente divertidos, españoles con sabor a todos los océanos y un par de estrellas animales invitadas, el dios de las pequeñas cosas suele visitar vídeos y textos como "Patacas y Cebolos". El tema sería un más que digno candidato a una pésima clasificación en Eurovisión 2026.
Jajajaja gracias por las risas matutinas de martes, esta historia es oro. Cuántas caracolas guardarás por ahí, deseando leerlas 🤍 Por cierto, estuve el año pasado en Ribadeo y vaya tierriña preciosa que tienes 🥹