Mi mochila llena de traumas
El capítulo en el que sigo aprendiendo a aceptarme tal como soy
Los niños son muy crueles.
Recuerdo que aprendí esta frase muy temprano en mi vida —tal vez demasiado temprano—, y la aprendí como se aprende todo cuando eres pequeño: de memoria, sin cuestionármelo, como una verdad universal.
Entiendo por qué me la solían repetir tanto las personas que se preocupaban por mí: si los niños son, por definición, crueles, entonces los insultos, las burlas y toda esa mierda se tiñe de normalidad. Y si es normal, entonces hay que aceptarlo.
De hecho, si lo piensas, es inaudito todo lo que aceptamos solo porque «es normal».
En los últimos años le estoy dando muchas vueltas a esa afirmación de que «los niños son muy crueles», coincidiendo con esta etapa que estoy viviendo, rodeado de embarazadas y de familias crecientes. Y es que estoy viendo muchos bebés aparecer en las vidas de mi gente, y mi curiosidad insaciable me lleva a preguntarles de todo. Quiero intentar entender lo que siente una madre cuando su bebé le zapatea en la barriga. Quiero saber cómo han logrado identificar que este llanto significa: «Tengo hambre», y este otro es: «Estoy que me caigo de sueño». Quiero que me cuenten lo orgullosos que están de ese primer paso, de esa primera palabra, de cómo superaron ese primer gran reto.
Sí, pienso mucho en los bebés que están llegando y, en un efecto dominó inevitable, pienso en los bebés que fuimos tú, yo, todos, y me pregunto hasta qué punto es verdad que los niños son crueles.
Mi experiencia me dice que lo son.
Pero la experiencia, como las apariencias, puede ser engañosa.
La penitencia de ser diferente
Ya te he contado que tuve una infancia muy dura.
Fue por muchos motivos —tantas caracolas superadas y por superar—, pero ser diferente a los demás fue uno de los principales. Es cierto que mi parecido a Antonio Flores no ayudó, y tuve que resistir los ataques por mi nombre, por mi color de piel, por ser un empollón, por lo malo que soy jugando al fútbol… La lista es tan larga como dura —shhh, que te veo venir—, pero sé que cada golpe ha forjado la persona que soy ahora mismo. Son todas esas enseñanzas las que le dan sentido a los momentos difíciles.
Obviamente, no lo logré yo solo. Le debo muchísimo a mi grupo de inadaptados del colegio, que encajamos entre nosotros por no encajar con los demás. Nos dimos la mano y, juntos, superamos la carnicería que fue el colegio.
Después vino el instituto, y tuve que decirles adiós. Recuerdo el primer día, parado frente a las escaleras de entrada, pensando que no podía ser peor que el colegio, que ya habíamos superado los catorce años y que seguro habría menos prejuicios y más concordia.
No sabía hasta qué punto me estaba equivocando.
El vértigo de las primeras veces
Tengo el esternón hundido.
Al menos, más hundido de lo «normal». No me supone ningún problema motriz, respiro con normalidad, no me molesta al hacer deporte, pero es cierto que estéticamente es raro y llama la atención.
Lo curioso es que jamás me lo había planteado. Nunca fue un problema como sí que lo fue mi alergia explosiva al polvo y a la hierba recién cortada, o las migrañas horribles que solía tener a esas edades en las que empecé en el instituto.
Y así, ignorando que había algo más que añadir a la lista de todo lo que me hace diferente, entré en esa nueva etapa de mi vida, que me trajo grandes decepciones, como el primer suspenso de mi vida —en matemáticas—, junto a grandes regalos, como cruzar mi camino con el que es a día de hoy uno de mis mejores amigos y uno de mis mayores apoyos.
Clase a clase, llegó la primera de educación física. En el colegio, los días de gimnasia nos llevábamos el chándal puesto desde casa.
Pero esto era el instituto. Y tocaba ducharse después.
Lo único que recuerdo de esa primera clase son los nervios que pasé pensando en ese momento de desnudarme delante de todos mis compañeros. Para muchos de ellos, que llevaban años jugando al fútbol o al baloncesto o al deporte popular del momento, lo de los vestuarios y las duchas era algo normal. Pero yo no estaba en ningún equipo ni hacía atletismo ni nada parecido.
Esa era mi primera vez.
Como todo en la vida, esa primera clase terminó, y nos fuimos todos en tropel a los vestuarios. Los demás charlaban y reían, mientras se desnudaban y hurgaban en sus mochilas de deporte sacando toallas, jabón, chanclas. Yo tenía el corazón haciéndome una batucada en la garganta y, por primera vez en mi vida, di gracias porque todo lo moreno que soy estaba ocultando todo lo colorado que me estaba poniendo. Intenté hacer tiempo, pensando todas las opciones viables para evitar tener que desnudarme delante de mis compañeros, cuando entró el profesor a meternos prisa; no podíamos llegar tarde a la siguiente clase.
Decidí cerrar los ojos y saltar.
Ese complejo que destaca entre todos los complejos
Tengo una imaginación descomunal.
Es una de mis mayores virtudes, una herramienta que utilizo a diario, cuando escribo, por supuesto, pero también en el trabajo, cuando salgo a pasear, en mis sesiones de entrenamiento. A veces me planteo si vivo más en mi imaginación que en la vida real, pero luego recuerdo que la vida real también nos la estamos imaginando, y termino dejándome llevar.
El día antes de mi primera clase de educación física en el instituto, con mis tiernos catorce años, no fue una excepción. Y aunque imaginé infinitas posibilidades cuando pensé en cómo iría ese primer día en el vestuario, jamás habría imaginado lo que acabó ocurriendo.
Uno de mis mayores pudores era quitarme la ropa interior. El tema es que solo llegué a quitarme la camiseta. Te juro que no pasaron ni cinco segundos desde que me la quité hasta que uno de mis compañeros gritó:
—¡León tiene el pecho hundido! ¡Qué puto asco!
Sí, los niños son muy crueles.
Las risas fueron balas que me perforaron la coraza. Dieron igual todas las burlas superadas del colegio, todos los «¿qué tal por la sabana?» y todos los «¿dónde dejaste la patera?» que aprendí a encajar. La armadura que me había forjado durante años, de la que tan orgulloso estaba, resultó ser de papel de fumar. Tocado y hundido. Y aún quedaban kilómetros en el depósito de la humillación.
Avergonzado, bajé la mirada, terminé de desnudarme, me puse las chanclas y corrí hasta las duchas con una estela de risas y de dedos apuntándome.
No te puedes imaginar el resbalón y la hostia que me pegué.
Por supuesto, las risas se multiplicaron. Y yo solo pude levantarme y tratar de salvar la poca dignidad que me quedaba con mucha agua y mucho jabón.
Al menos, las lágrimas se disimulan bien bajo la ducha.
La falacia de la crueldad
Así fue como nació uno de mis mayores complejos: el de mi pecho hundido.
Todo porque los niños son muy crueles.
Pero ahora, con la perspectiva de los años, viendo a todos estos bebés que están llegando, me pregunto si realmente lo son. Ningún bebé nace siendo racista, xenófobo o machista. Un bebé no se convierte por ciencia infusa en un niño que va a clase y llama «moro de mierda» a un compañero, solo porque tenga un color de piel diferente. Un bebé es un lienzo en blanco. Un bebé nace en un entorno, tal vez uno en el que un padre le grita a la tele algo sobre moros y sobre pateras, mientras la madre está en la cocina, preparando la cena, después de dejar la casa limpia y ordenada.
El problema no es el lienzo, es lo que pintamos sobre él. Los niños no son crueles, los hacemos crueles.
Si te soy sincero, nunca sabré si me habría ayudado más o menos esta conclusión durante mi infancia. En realidad, da igual. Lo que sí deseo es que, ojalá, las nuevas madres y los nuevos padres lleguen a esta misma conclusión, y que luchen día tras día por educar a sus bebés, enseñándoles a pensar, evitando las verdades universales, creando poco a poco mujeres y hombres con valores.
Porque esa es la única forma de cerrar la fábrica de niños crueles.
Sé que suena a utopía, pero soñar es gratis, ¿verdad?
Y a mí me encanta soñar.
Posdata
Tardé años en superar mi trauma del pecho hundido.
Lo curioso es que sigo teniéndolo igual de hundido que con catorce años. Lo único que ha cambiado es cómo me veo a mí mismo. Necesité mucho trabajo para lograrlo, además de la ayuda de personas maravillosas que me fui encontrando por el camino, personas que me hicieron ver que es parte de lo que me hace diferente.

La ironía de esta caracola es que nos pasamos la vida intentando ser iguales que los demás, esforzándonos por encajar, cuando, en realidad, todos somos diferentes. Olvidamos que la endogamia es decadente, que la belleza está en la diversidad.
Nadie más tiene tu cuerpo. Nadie más ve la vida como tú la ves. Solo tú eres tú.
Hoy, con esta caracola, quiero mandarte toda la fuerza que necesites para que sigas intentando aceptar todo eso que te hace diferente. Es un camino difícil, pero no imposible.
Si quieres, podemos caminar juntos, que yo todavía sigo trabajando en ello.
Para eso estamos los cangrejos ermitaños.
Bonita reflexión y bonito tú
Brutal esta 🐌