Tirar la toalla no es lo mismo que no intentarlo
El capítulo en el que rocé mi sueño de ganarme la vida escribiendo
Aunque siempre he querido ser escritor, no siempre lo he sabido.
Desde muy pequeño he transitado el río de la creatividad intentando mantenerme a flote, saltando de piedra en piedra, de tronco en tronco. He pasado por escribir teatro, poesía, relatos cortos. Intenté escribir novela y abandoné. Luego vinieron las canciones, muchas canciones, muchas horas de guitarra y trozos de papel garabateados. Volví a intentarlo con la novela y volví a abandonar, así que salté a los guiones para cortos, series y hasta para una película. Y, como a cabezón no me gana nadie, volví a la novela y, esta vez, conseguí terminarla, no sin varios amagos de abandono durante los cinco años que estuve escribiéndola.
Sé que parezco una veleta intentando sobrevivir en medio de un huracán. Mi jefe en Argentina me solía decir: «Sos un culo inquieto», y razón no le faltaba. Ese sentimiento de cambio de dirección aleatorio me ha lastrado durante toda mi vida, hasta que entendí que toda esta cadena de aventuras creativas fue necesaria para darme cuenta de que había algo común, una constante que unía todos esos saltos aleatorios: la escritura.
Ahora lo veo tan cristalino que me asusta lo ciego que estaba. Lo que me ebulle dentro es la escritura, una lava que lleva años incandescente, encontrando salidas dispares, aparentemente aleatorias.
En una caracola pasada ya te conté cómo tuve que irme hasta Buenos Aires para atreverme a decir que soy escritor. Hoy te voy a contar lo que aprendí en mi intento de ganarme la vida escribiendo. Un intento, en apariencia, fallido.
Pero lo maravilloso de las apariencias es que son solo eso: apariencias.
Hay que ganarse la vida
Tenemos que vender nuestro tiempo por dinero, esa es nuestra distopía.
La jornada de cuarenta horas semanales, los sueldos irrisorios en comparación con los beneficios de las empresas, las imposiciones disfrazadas de condiciones laborales. Es lo «normal».
Tenemos que ganarnos la vida, como si la vida no fuera nuestra ya.
Por eso decidí estudiar Telecomunicaciones. En otro universo, con otro sistema educativo y otro mercado laboral, existe otro León que decidió estudiar Literatura y que vive de las historias que le brotan de las yemas. Pero aquí, en este universo que nos ha tocado vivir, estudié ingeniería.
Y no me malinterpretes, la ingeniería me ha traído un montón de experiencias increíbles: me ha juntado con personas mágicas, me ha permitido viajar, me ha dejado tiempo para escribir —aunque no siempre lo haya priorizado—. Es una simbiosis que me está funcionando. Más o menos.
Aunque no siempre fue así.
No importa perderse si tienes a mano tu brújula
Me fui a Argentina gracias a la ingeniería, pero me quedé por amor. Me enamoré de Buenos Aires, de sus maravillosas gentes, de su cultura, de sus bifes y su dulce de leche. Dos años después, volví a España, también por amor, aunque esta vez fue una mujer la que me enamoró.
Recuerdo la ligereza que sentí al renunciar a la seguridad de mi puesto en Telefónica, la plenitud que me invadió cuando decidí quedarme un mes más, totalmente dedicado a escribir mi novela y a saborear Buenos Aires. Recuerdo notar que todo estaba en su sitio.
Aterricé en Madrid un 15 de febrero. De 2020. Sí, ese 2020. Llegué convencido de que tardaría, como mucho, dos semanas en encontrar otro trabajo, ya sabes, con la de salidas que tiene la ingeniería. Llegué y ¡zasca!, pandemia y confinamiento.
Pasé mi confinamiento en Ribadeo, en casa de mi madre, sin trabajo y separado de la mujer por la que había vuelto a España. Me sentí totalmente perdido, hasta que, como por arte de magia, todo fue cayendo en su lugar. Resultó que no tener trabajo me permitió ayudar a mi madre a digitalizar su academia de inglés. Y también tuve el regalo del tiempo, un regalo envenenado si no tienes una brújula que te marque el camino. Pero yo tenía mi constante como brújula. Nada había cambiado.
Seguía queriendo escribir.
Así que di tres pasos: el primero fue volcarme en cuerpo y alma en mi novela. Logré terminarla antes de que marzo dijera «hasta pronto». El segundo fue hacer un curso de mecanografía, que no es que lo necesitara —escribía rápido utilizando todos los dedos incorrectos—, pero sentí que mi amor por la escritura se merecía que hiciera las cosas bien. Y el tercero fue buscar en Google «Cómo ganar dinero escribiendo».

Así fue cómo acabé en una formación para convertirme en copywriter.
Los errores enseñan mucho más que los aciertos
Mi estrategia era clara: iba a aprovechar el parón obligado de la pandemia para formarme y montar mi propio negocio de copywriting. Durante varios meses, aprendí sobre escritura persuasiva y sobre marketing, me dejé llevar por la maravillosa energía de mis compañeros de clase, de mis profesoras. Me visualicé dejando la ingeniería de lado, ganándome la vida escribiendo. Por fin, mi sueño. Solo tenía que estirar el brazo y cogerlo.
Y eso hice.
El primer reto fue enviar un «email a puerta fría», que básicamente es enviar un correo a alguien que no conoces ofreciendo tus servicios.
Así fue como conocí a Lucía Terol y su proyecto Sencillez plena. Cuanto más leía sobre ella y sobre sus proyectos de minimalismo y orden, más me enamoraba.
De nuevo el amor.
Así que le escribí y, como leí por Internet que le encantan los pingüinos, le adjunté esta foto que le hice a un amiguito mío de Ushuaia.
El resultado fue que Lucía se convirtió en mi primera clienta de copywriting. Éxito. Me hice autónomo y conseguí un par de clientes más, pero no era suficiente. Madrid devoró mis ahorros en menos de dos meses.
Y lo peor: empecé a darme cuenta de que el copywriting no era para mí.
En ese momento, con la decepción inminente y solo 60 € en la cuenta, la ingeniería llamó a mi puerta otra vez.
Volver a empezar duele
Dudé muchísimo si aceptar o no la nueva oferta laboral que me llegó por LinkedIn, una oferta que me salvaría de mi decadencia económica, pero que, en aquel momento, sentí como un paso atrás. Ya estaba ganando dinero con mi escritura, solo tenía que empujar un poco más. Si aceptaba, volvería a la jaula de oro de la ingeniería. Volvería a dejar la escritura de lado.
Ya te contaré en otra caracola ese proceso de selección, que fue toda una aventura, pero sí, acepté el trabajo. Y, como soy un cabezón, intenté compaginar la nueva jornada completa con mi trabajo de escritor autónomo.
Hasta que mi cuerpo dijo basta.
Con la peor lumbalgia que he tenido en mi vida, llamé a Lucía y le dije que no podía seguir trabajando para ella.
Y así, sin más, volví a ser un ingeniero que escribe en sus ratos libres. Había abandonado mi sueño. Al menos, así me sentí en ese momento, pero la vida tiene trucos maravillosos para demostrarnos lo equivocados que estamos.
Las enseñanzas que me regaló Lucía Terol
Le tengo mucho cariño al tiempo que trabajé con Lucía. Hoy quiero compartir contigo tres claves que aprendí con ella y que aplico en mi día a día.
La primera se basa en un principio tan sencillo como inamovible: si puedes completar una tarea en menos de dos minutos, está prohibido posponerla. Guardar la chaqueta, hacer la cama, fregar la taza del cafetín de media mañana. ¿Menos de dos minutos? Hazlo. Ahora. Sin excusas.
La segunda es la importancia de nuestras palabras. Mira que soy escritor, pero tuvo que venir Lucía a recordarme que nuestras palabras crean nuestra realidad. Fue cuando la llamé para decirle que había conseguido un trabajo a jornada completa. Ella es maravillosa, lo entendió, me felicitó, pero yo no podía dejar de pensar que estaba posponiendo mi sueño de nuevo.
—Solo acepto este cacatrabajo porque necesito el dinero —vomité. Estaba furioso conmigo mismo.
—No deberías llamarlo así —dijo Lucía—. Solo conseguirás odiar tu trabajo.
Fue la última vez que lo llamé así. En vez de eso, empecé a pensar en todo lo que me aportaba mi nuevo trabajo, y la desazón dio paso a la gratitud. Gracias a la ingeniería me recuperé económicamente, pude invertir mi tiempo libre en escribir lo que realmente quería, volví a viajar sin pánico a perder horas de trabajo.
Un día lluvioso no es «un día de mierda» y no, no tienes tan mala cara, así que no se lo digas al espejo. Nuestras palabras tienen muchísimo más poder del que pensamos.
Y la tercera clave que me regaló Lucía es que hay que dejar espacio para la magia. Mi calendario daba miedo, imagínate, dos trabajos, tareas, vida social. No había hueco para nada. No me extraña que me jodiera la espalda, con el peso de todo lo que yo mismo me había echado a la mochila. Cuando solté, cuando dije que «no», aparecieron los espacios.
Y, entonces, ocurrió la magia.
Me ha costado, pero ya tengo fines de semana tranquilos, abiertos, llenos de espacio para que ocurran cosas. Suelo dedicarlos a escribir, a leer, a entrenar, pero me dejo llevar. A veces, me apetece salir a dar un paseo. Otras, prefiero quedarme en casa, o ir al cine, o una combinación, según me lleve la corriente.
Si dejas espacio, podrás hacer lo que realmente amas.
Y nunca te equivocarás si te dejas guiar por lo que amas.
Posdata
Mi aventura como copywriter me hizo entender que mi sueño sigue siendo ganarme la vida escribiendo. Eso no ha cambiado. Pero no estoy dispuesto a escribir cualquier cosa.
Quiero escribir novelas, relatos, estas caracolas. Quiero transportarte a ti, que me estás leyendo, quiero hacerte sentir, llorar, reír, pensar.
Esta epifanía se la debo a una de mis profesoras del curso de copywriting, cuando le dije que quería aplicar técnicas de storytelling a mis textos de marketing. Jamás olvidaré su respuesta:
—Si te soy sincera, pienso que el storytelling no sirve para nada.
Ese fue el momento exacto en el que decidí que el copywriting no era para mí.
Mi sueño sigue siendo vivir de mi escritura, pero no a cualquier precio. Tal vez nunca consiga ganarme la vida con mis novelas y relatos. Tal vez mi futuro sea trabajar de ingeniero y dedicar mi tiempo libre a escribir.
Y ¿sabes qué? Aunque no dejaré de luchar por la primera opción, la segunda no está nada mal.
Que importante tratarse y hablarse bien a uno mismo…es tan evidente y a la vez tan infrecuente! Me ha encantado el relato ❤️ yo creo que el valor de la escritura no se mide con el dinero que te reporta sino con los sentimientos que despierta en los demás y a mí tus caracolas me emocionan de verdad.
"Ese sentimiento de cambio de dirección aleatorio me ha lastrado durante toda mi vida, hasta que entendí que toda esta cadena de aventuras creativas fue necesaria para darme cuenta de que había algo común, una constante que unía todos esos saltos aleatorios". Qué gustazo leerte siempre como leyéndome a mí misma.
Aún tengo que terminar de leer tu libro - solo le dedico momentos de mucha calma, como debe ser -, pero me apuesto lo que sea a que esa primera opción de vida que te late tan dentro ya hace tiempo que te está esperando.
Ah, y tengo un postit con la frase de Lucía escrita en él desde que me la dijiste, y me parece brutal releerla a menudo.